Cuando despertó Miguel Avellano sabía que iba a morir. Hacía frío y un impulso indefinido lo obligó a permanecer otros minutos en la cama, en medio de la seguridad de las cobijas, contemplando tercamente el techo de cemento mal pintado y con la mente en cualquier tontería. Luego, fijó sus ojos al frente: allí, desde hace mucho tiempo, estaba aquel viejo afiche de Picasso en el que había reparado muchas veces, tal vez demasiadas para la curiosidad y que, paradójicamente, inundaba sus recuerdos a cada mirada que le daba, así éstas fuesen de desconsuelo o cercanas a la desesperación. Veía de nuevo a la mujer desnuda que miraba su cabello castaño en el espejo que sostenía otra mujer. Aquellas miradas sostenían la existencia de una tristeza inexplicable, de la sensación al ser bella y a la vez de la profunda soledad que puede entrañar este principio, esta conjugación de formas y rasgos femeninos. La otra mujer, la que sostenía el espejo, simplemente observaba el fondo de la nada. No le interesaba la persona que tenía al frente. Sin embargo, esto constituía ya una bella escena, repleta de alusiones, de marcas contenidas de deseo, de escasas referencias a la identidad de sus nombres, al desarrollo de sus vidas, al paso del tiempo por las mismas miradas al espejo, la misma tristeza, el mismo abandono y soledad. Era un cuadro triste y Miguel lo observaba como otro elemento de la habitación.
De inmediato pensó en Luisa y supo, por primera vez, que estaba solo y que ya nada podría cambiar el hecho de que fuese asesinado por su mejor amigo de una bala estratégicamente incrustada en su cerebro. Pensó en Luisa y aquel olvido involuntario de circunstancias, nombres, sensaciones, lo hizo abandonar del intento por delinear su sonrisa que, sin mayores conmociones, quedó convertida en una terca excavación arqueológica sin registro, sin fecha, una sonrisa sin persona. Intentó pensar en cualquier cosa que le hiciese olvidar del encuentro que tendría en dos horas, pero todo fue insuficiente. Todo aspecto mental, de reflexión, fue reducido al terror de un sólo rostro, al nombre específico del sujeto, a la inestable mirada que tendría cuando pronunciase la sentencia y diera en el blanco después de varias semanas de amenazas escondidas en chistes flojos y alusiones demasiado retóricas. Sin esfuerzo, tras extender el minuto en hora, fue vistiéndose y el café amargo que preparó diez minutos más tarde le hizo devolver a la infancia cuando deseaba que su madre le llevara un café a la cama y él en espera del instante y la sensación de gozo mientras lo acompañaba con un buen cigarrillo. Hoy, las cosas habían cambiado y en su pequeño apartamento las cosas que quería, las ilusiones, los sentimientos estaban extintos y solo le quedaba esperar. Siempre lo había hecho y en circunstancias como estas parecía mejor. Era incluso terapéutico. Igual, no podría hacer algo diferente. Su ausencia no se lo permitía.
En esa espera, mientras terminaba su café, el timbre sonó. Aquel sonido lo asustó y la taza de café fue a dar contra el piso haciéndose trizas. Quedaron en el aire los sonidos huecos de los trozos de porcelana balanceándose mientras el silencio se apoderaba lentamente de la situación y el rostro de Miguel, a cada segundo, adquiría visos de palidez profunda, de terror en suspenso. Había llegado. Cada segundo pensado en estar consigo mismo fue roto, destruido cínicamente. Y fueron esos momentos, instantes delimitados por el miedo a lo conocido, los que hicieron eco del sudor frío en la frente, los que coronaron la caída segura, el tránsito a la sentencia incólume, el terco abrazo que podría darle la muerte de un sólo bandazo, con un sólo golpe. Un segundo aviso del visitante lo despertó de sus elucubraciones. Consciente de su realidad, de su no-salida, fue a abrir la puerta.
-Creo que me queda tiempo… -dijo forzando una a una sus palabras a la vez que una mueca de sonrisa asomaba a sus pálidos labios-. Si quieres entra.
El invitado no dijo una sola palabra. Con paso seguro, mirando con frialdad la disposición de todos los objetos del apartamento, entró a la sala y se sentó en el sofá mientras se quitaba el pesado abrigo, la bufanda y los guantes de cuero. Luego de esto, sin decir palabra, se quedó mirando fijamente a Miguel que, de pie, observaba todas sus acciones y no atinaba a decir nada. Sólo unos ruidos en la cocina de un apartamento contiguo hicieron desaparecer ese monótono escenario. Éste, que continuaba de pie, vio cómo su amigo sacaba la pistola con silenciador que hacía algo de tres años habían ido a comprar juntos y de la que su dueño se enorgullecía siempre que podía. Miguel, que ya no podía permanecer más tiempo de pie, se sentó a su lado y cerró las manos en tono de súplica, de oración interna forzada por un miedo desgraciadamente conocido y a la vez imposible de manejar. Su cuerpo ya no entendía nada y la sensación de rabia, terror, indignación, fue cediendo lentamente hacia el abandono y la resignación. Ya la distancia que abrigaba a aquellos dos hombres no dejaba lugar al diálogo o la penitente disculpa y perdón. Parecían mezclados con una tenue capa de óxido que se hizo más patente cuando el invitado preparó minuciosamente la pistola, constatando la existencia de las balas en el proveedor, accionando el dispositivo para quedar cargada, suavizando el frío metal y plástico del mango con sus manos igualmente heladas.
Miguel fue cerrando lentamente los ojos, más, cuando los sonidos del arma en preparación desaparecieron, los cuales dejaron el espacio de la sala en un estado de confusión y asombro patentes. Su palidez visible, hasta entonces manejable y disimulada con su condición física -por lo demás precaria-, hizo entonces voz extrema al sentir el cañón, con su frío compacto, en su cien derecha. Las miradas intermitentes al fondo de la habitación, el nítido espectro de los colores, el rápido recorrido de su vida -tal vez demasiado rápido para recordarlo- fueron tomados como introducción de un estado místico, de una pesadilla, del forzoso paso a una vida desconocida, del terror consumado ante la cantidad de ideas que se pueden manejar en un sólo instante; en fin, una triste parodia de lo que les puede suceder a los moribundos, salvo que su caso era diferente. No pedido. Recordaba tantas cosas inconexas que constituían un espasmo de olvido cargado de imágenes extrañas y ausentes. Y fue en ese recorrido azaroso, en el prolegómeno a la nada, al tratar de dar al menos un orden primario a todo ese caos de significaciones imprecisas, coloquiales, teñidas de pasado, cuando dos dispersas luces le arrebataron el negro profundo de su conciencia en dos efectivos disparos que atravesaron la parte anterior de su cerebro, rayando la pared de destellos homogéneos color vino.
Dos instantes anteriores, mientras intentaba recordar por última vez el rostro de Luisa, la mujer de algún inexplicable juego de espejos, preocupado por dejar algo grato en su memoria dentro de todo ese magma absurdo de imágenes que aparecía por oleadas, por impulsos neurofísicos, apareció, como un fantasma terco en no dejarse ir, la taza de café que había roto.
-¿En qué voy a tomar café mañana?